Las huellas que había venido siguiendo lo llevaron hasta es
maldito pueblucho otra vez, ni bien puso un pie sobre esa árida tierra la bota
se le hundió un par de centímetros levantando un fino polvo que después de
varios segundos seguía aún sin diluirse en el aire. La tierra le metió por
entre los zapatos cubriéndolos en su totalidad, subiendo por el pantalón y reptando
llegó hasta las rodillas. El día anterior había llovido y hoy hacía un sol
insoportable, lo que había hecho que toda aquella tierra desordenada se
mantuviera firme esperando el mínimo contacto hasta desintegrarse en partículas
de polvo para finalmente adherirse a la ropa, al zapato, a la piel, hasta en al
alma. Maldijo a aquellos desgraciados serranos abigeos que osaron robarse dos
vacas del patrón. Había seguido las huellas de los ladrones y de las vacas
hasta la entrada de ese miserable muladar que ellos llamaban pueblo; pero al
dirigirse a la vía principal simplemente habían desaparecido. Frente a él, una
hilera de diez casas a cada lado de la calleja se levantaban desordenadas, incongruentes,
anacrónicas y a la vez todas parecidas, iguales, hechas de adobe con sus techos
de paja, un pequeño huerto estéril, con cubículos para animales todos vacíos.
Decidió avanzar diez pasos más por la calle cuando sintió
que lo observaban. Todas las chozas parecían abandonadas, pero él sabía que los
malditos serranos estarían ahí metidos mirando por las rendijas de las ventanas,
de las puertas, viendo todos sus movimientos, tal vez esperando un descuido,
para lanzarse, ocultos aprovechando la oscuridad de sus bohíos. Instintivamente
metió la mano debajo de su poncho y acarició la pistola que llevaba junto al
cinto, si, de seguro ahí estaban mirándolo, viendo inclusive hasta el más
mínimo de sus movimientos, esperando, todos con sus rostros duros, pétreos,
cetrinos con sus cabellos trinchudos, lisos, pegados al cráneo como los techos
de sus chozas, con sus facciones de pómulos sobresalientes, como los cerros que
los rodeaban como si no hubieran nacido de mujer alguna, sino más bien como si
los cerros, sus malditos apus los hubieran parido, expulsado de sus entrañas,
como pus que tiene que ser expulsada. Por eso vivían así, aislados porque se
sentían mejor en esa geografía parecida a ellos. Debía haber traído al idiota
de Artemio, ese serrano a veces era útil, pero no, mejor no, tan solo lo habría
retrasado, decidió avanzar, maldita sea, donde pudieron haber escondido a las
jodidas vacas, miraba las chozas todas cerradas, todas con apariencia de abandonadas
pero atestadas de serranitos, todos iguales, todos mirando desde las rendijas, tal
vez ya las habrían matado; pero no había huellas, ni manchas de sangre por
ninguna parte, se había percatado de ello desde un principio. Mientras avanzaba
le pareció oír un ruido metálico procedente de alguna de las chozas del lado
izquierdo, se giró lo más rápido que pudo mientras desenfundaba su arma, apunto
rápidamente y nada, solo el silencio y vacío y abandono, tal vez se hubiera equivocado de pista, o los serranos
lo hubieran engañado con un señuelo falso, no, no era posible era el mejor
rastreador, los abigeos estaban ahí, en una de las chozas, sería cuestión de
registrar choza por choza y… si disparaban antes que él, maldita sea, debía
haber traído al cholo Artemio; se giró de nuevo y siguió avanzando ya estaba a
la mitad de la calle, el sol era apremiante, y no se escuchaba ni un solo
ruido, cuando de pronto de la casa que estaba a su izquierda se escuchó el
ruido de alguien tropezando con muchos cacharros, si, sabía que lo estaban
viendo, dio un par de disparos en dirección al ruido, pudo escuchar un claro
“ay mamita” y nada más, el sonido del disparo se fue desvaneciendo, alejándose,
perdiéndose entre la calle, invadiendo las chozas, hasta perderse en los
cerros. Nadie salió, ni nadie devolvió el disparo, decidió entrar en la choza a
cerciorarse de que el serrano estuviera bien muerto y si no a rematarlo, al
menos un cholo menos, pateo la puerta con una fuerza excesiva para la débil
resistencia que opuso, apuntó a todos lados acostumbrando sus ojos a la espesa
oscuridad que reinaba en la choza, un fuerte olor acre a sudor, orines y
animales le golpeo la cara, mientras las imágenes empezaban a dibujarse vio al
indio al que había disparado, no pasaba de los veinte años, sucio, sin zapatos
con un pantalón de tela que algún día fue blanco y un poncho bañado en sangre,
ya estaba muerto, por una puerta trasera se veía que alguien o algunos cuantos
habían salido a la carrera, el polvo en el aire así lo demostraba, tal vez
habían huido a otra choza o habían corrido laderas arriba hacia el cerro,
imposible seguirlos, no era recomendable buscarlos en el cerro.
Decidió salir de nuevo a buscar en otras chozas, ahora ya
sabían que estaba armado, habían escuchado los disparos y tendrían más cuidado
si es que no estarían huyendo; pero todo estaba en silencio, todo, al menos de
lo que se podía escuchar desde la choza seguía mudo, muerto, abandonado, salió
de la choza, tapándose la vista para acostumbrase de nuevo a la fuerte luz del
sol del mediodía, ¡Ahí estaban todos!, habían salido de sus chozas, estaban de
pie frente a él una veintena de cholos abigeos y detrás de ellos las dos
malditas vacas, las dos jodidas vacas que él estaba buscando y junto a ellas un
montón de chiquillos, todos niños desnutridos, enjutos, sucios, era un cortejo
de triste aspecto, mirándolo con ojos inexpresivos, eso era lo peor, aquellos
ojos que no expresaban nada, aquellos ojos totalmente negros, mirando, quizás
pensando, seguramente actuando más por instinto que por una acción controlada
por alguno de ellos, cuando de repente lo vio, uno de ellos saco una escopeta
que tenía detrás de sí, le apuntó y le disparó en el pecho, nadie se inmutó,
nadie pestañeó, lo siguieron mirando con la misma mirada vacía con que
demostraban alegría, felicidad, odio, tristeza, dolor, lo siguieron mirando
mientras caía, lo siguieron mirando mientras otro serrano se acercó le quitó su
revólver le dio el tiro de gracia entre los ojos. Luego todo siguió en
silencio.
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